LXXVII.

Andaba solo, perdido, remando en la distancia
En la cresta de esa noria de mil caballos
Nadie cuidó de mí y me alejé tanto
Que todos creyeron mirarme desde abajo
Cuando el que estaba en el fondo era yo
Sé que os regalé mi lumbre y a oscuras me quedé
Traspasando el firmamento en una nave ciega

Hoy, una luz calienta mis manos
Mi sonrisa pasea a su antojo sin esfuerzo
Y siento la vida como un chorro limpio
Denso, con la voluntad de un hombre bueno
Mis huesos danzan libres de redimir su alma
Cada mañana en un brote de sabiduría carnal
Como un rayo de oro que retrocede sobre sí mismo
Para renacer y besar tierra firme, sin miedo, SIN MÁS

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